lunes, 2 de marzo de 2015

Lola Urbano y su manera de entender la tecnología y el amor ¡grande!


Gracias Lola por hacernos sentir tan próximas a tus historias, nuestras historias, las que queremos contar. Porque tú y yo ya sabemos que escribes solo cuando el cuerpo te lo pide y por eso ¡gracias!


LA TECNOLOGÍA Y EL AMOR
Mi madre dice que se enamoró por Internet. No, claro que no fue exactamente así, pero casi. De hecho, a sus 81 años dice que lo entiende perfectamente. ¿Qué entiendes, mamá? Pues que entiendo que la gente se enamore antes de haberse visto, porque a mí me pasó aunque no tuviera teléfonos como esos que tenéis, ni ordenadores con manzanas. No sé cómo veis esa letra tan chica. ¿Tú conoces a mucha gente de Internet, hija? Claro, mamá, a muchísima, casi toda del trabajo. Sí, claro del trabajo. Que no mamá, que en Twitter no se liga. No me lo creo. Haces bien, mamá, haces bien… y nos reímos.
Cuando murió mi abuelo, muy joven y sin avisar, mi madre era una jovencita muy guapa que vivía en un pueblo muy chico de la sierra de Huelva y que se quedó perdida completamente porque, como casi todas las niñas del mundo, adoraba a su padre. Por aquellos entonces, mi padre, no el suyo, estaba en el Seminario de Córdoba decidiendo, a pocos meses de ordenarse, que obedecer no era lo suyo. Como las conexiones entre humanos son tantas y tan hermosas, con y sin cables, de una manera que parece una carambola, la noticia de la pena de la niña por la muerte de su padre llegó a oídos del mío, que estaba acostumbrado a hacer el bien (a veces más allá de lo saludable) y que, presto y raudo, se puso papel y pluma en ristre, a escribir a la pobre huérfana para darle el consuelo del buen samaritano.
Debió hacerlo muy bien. O hay algo misterioso en lo que las personas nos decimos de lejos. Porque siendo que corrió la noticia (y una foto de la muchacha, que todo hay que decirlo), dos jovenzuelos más, uno de ellos mi tío y el otro un amigo, se dispusieron a entretener a la nena quitándole la pena.
Llegaban las cartas de los tres y yo sólo releía las de papá, de manera que sin darme cuenta, me fui enamorando. Cartas iban y venían desde Londres a Madrid. Los otros dos no me gustaban nada. Mamá, no los conocías, ¿cómo podías saber cuál de los tres…? Muy fácil, igual que ahora habrá gente que lea a otra gente en Internet y le interese y a otros ni los ves. No sé, mamá. Da igual niña, será la química esa que llega a todas partes y de muchas maneras. Será, mamá, será, porque ser, ser, es, que te lo digo yo. Así que tú también lo sabes. Pues sí.
Ahora, que a cada rato creemos estar inventando el mundo, me gusta observar las cosas que no han cambiado. No inventamos apenas nada, quizá cacharros, pero el mundo y nuestras cosas, como mucho las reinventamos. Hemos cambiado al cartero que mi madre esperaba con ansiedad por el sonido que cada quien le haya puesto al Whatsapp, al correo, al Facebook o al timbre personalizado del teléfono. Hemos mejorado ampliamente en velocidad. Ahora las relaciones prosperan más rápido porque los correos llegan en tiempo real. Y por las misma razón, también las puedes acabar antes. O no, que las hay que parecen eternas de lo largas que se hacen.
La cosa es que el abanico de posibilidades y el segundo que tardamos en ver la foto de alguien que nos la quiera enseñar, y de quien la queramos ver, es infinito comparado con los tres escritores de mi madre, y lo que tardaba el cartero por las carreteras de aquella sierra maravillosa. Pero poco más.
El amor sigue siendo amor y las cartas de amor (y las de desamor) siguen siendo las mismas. También lo son las mentiras, que como siempre tienen las patas cortas, pero gracias a Internet corren más que nunca. Parece que no hay más infieles, pero sí que ahora es más fácil. Un 30% se atreve a hablar con la/el amante desde la cama donde su cónyuge duerme, o hace como que, plácidamente. Duerme tesoro, voy a jugar un mezcladitos y te sigo.
La lavadora nos lava la ropa, el lavavajillas los platos, el aire acondicionado nos quita el frío y el calor, e Internet nos hace de Cupido sustituyendo a Felipe el cartero, aquel de mi pueblo que se metió a alcalde y dejó de repartir cartas. Menos mal que ya no le necesitamos.
Gracias Steve, gracias Felipe, mi madre y yo no os olvidaremos.


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